El caos céntrico no parece alterar en nada su parsimonia. Llega sonriente, caminando por Alsina portafolios en mano, y maldiciendo el frío de Buenos Aires. “¿Qué pasa con esta temperatura canadiense?”, bromea Juan Sasturain y se sienta en una mesa de la histórica confitería La Puerto Rico. Saluda a los mozos con confianza de “local”, como él mismo se define en lenguaje futbolero, y se pide, como casi siempre, un cortado y una medialuna de manteca. Dice que le gusta el centro de la ciudad; y el sur. Salvo cuando vivió en Barcelona en los ’90, desde que llegó a Buenos Aires, con sólo 18 años, su vida transcurrió entre la Plaza de Mayo, los monoblocks de Catalinas Sur –donde vivió en la década del ’70–, cerquita de su amada cancha de Boca, y el Parque Lezama…
Casi sin que medien preguntas, el relato fluye por sus recuerdos como un cuento: los domingos con la sillita en la plaza y los chicos andando en bicicleta, “el Vapor de la carrera” que hacía el viaje nocturno a Montevideo, la fuente sobre la calle Brasil que ya no está y el empedrado atravesado por los rieles del tranvía; los olores, los colores, la gente y el clima. “Manual de perdedores, mi primera novela, empieza ahí. Y sí, lo que uno tiene a mano es el primer sustrato de la imaginación”, dice el periodista, escritor, guionista de historietas, ensayista y, desde hace unos años, conductor de televisión: con Ver para leer en Telefe, y Disparos en la Biblioteca y continuará en Canal Encuentro, el hombre de la barba blanquísima pasó a ser tan conocido como su firma y logró poner como protagonistas de la pantalla a los libros.
–Además de lo que hay “a mano”, ¿de qué otras cosas se nutre la imaginación de un escritor?
–No sé la de un escritor, pero puedo decir la mía. Yo pertenezco al mundo de los que pueden escribir porque han leído. El gesto de escribir creo que, saludablemente, proviene de haber leído; ahora, sobre qué escribir… Bueno, ese es el resultado de un montón de cosas. Hay escritores y lecturas que te hacen pensar, soñar, viajar; hay lecturas que te cambian la vida, otras que no te dejan dormir, que te sacan de tu casa; y hay escritores que te hacen escribir: esos en los que el recurso literario está tan adelante que te llevan del qué al cómo, y te empezás a preguntar cómo se pueden usar las palabras para contar una historia, cómo se puede decir eso que querés decir…. Cuando descubrís la poesía o a esos cuentistas, algo sucede.
–¿Y las experiencias?
–La lectura es una parte muy importante del alimento de la imaginación, pero no es solamente la lectura lo que te llena la cabeza de historias. Con ese criterio, los chicos de hoy no tendrían imaginación porque no leen. Los relatos que circulan entran por todos lados. Yo me crié en un pueblo y la primera ciudad grande que pisé fue Mar del Plata, a los 10 años. Los lugares de circulación de mi imaginario, por mi generación sobre todo, porque yo soy del 45, pasaban por las revistas, el cine, las figuritas, el fútbol, las historietas y ¡la radio! Yo escuchaba Tarzán por la radio… Pero eso no me hizo más imaginativo que un chico de hoy. No creo en eso de que tal medio te hace más creativo. Creo que cada generación tiene sus medios.
–Hiciste cuento, novela, historieta. ¿Hay jerarquías en el mundo de los escritores?
–No, para mí no las hay en absoluto. Creo que uno va adquiriendo una sabiduría, en tantos años de experiencia, y entiende que no hay formas mayores o menores, sino artistas que utilizan determinados instrumentos para expresarse. Sean narradores, poetas o cuentistas… Como tampoco creo haya grandes temas o temas chicos sino formas. Y puede haber formas con una circulación menos prestigiosa por el público al que se dirigen y, entonces, se supone erróneamente que ahí no vas a encontrar grandes cosas. Y eso es una pavada. Entonces, descartar formas o géneros es una tontera prejuiciosa. Cada forma artística es específica y requiere dotes y capacidades específicas también.
–Una de tus especificidades es la historieta: además de dirigir la revista Fierro, hiciste Perramus junto a Alberto Breccia, toda una leyenda del género y que además ahora se reeditó por Ediciones de la Flor. ¿Cuál es la vigencia de Perramus?
–Creo que es muy interesante que se reedite porque la historia, que hicimos durante ocho años con el viejo Breccia, es de una gran vigencia hoy: fue, como dijo “el gordo” Soriano en el prólogo de la edición original, lo primero que se hizo sobre la dictadura. Y aunque cuando Alberto me propuso que le escriba el guión, me pidió algo aventurero y no muy hermético, terminó siendo una historieta complicada, hermética e intelectual. Hicimos 4 historias y como 400 páginas, se publicó en toda Europa, ganamos el premio Amnesty International… Estoy orgulloso de Perramus.
Leer o no leer, una decisión
Nació en Gonzáles Chaves por casualidad: a su padre, empleado del Banco Provincia, lo habían trasladado allí. Después, vivió en Bahía Blanca y Coronel Dorrego. Y mucho antes de empezar a leer, su sueño era ser jugador de fútbol. Y lo intentó: se probó en varios clubes, jugó en algunos, pero no llegó muy lejos. Y mientras se hundía ese sueño, asomaba la vocación, sin ninguna claridad, y a través de las lecturas que iban llegando a su vida. Por su cuenta, porque en su casa no había ni un interés ni un incentivo especiales por la lectura: “Era una familia normal, nada esa historia de los padres que les leen cuentos a sus hijos… No me vengan con eso. Es un mito. En mi época era a dormir y si leías era porque querías. Estaban ahí los libros para niños, la ‘literatura infantil’. Todas pavadas. La lectura y la literatura llegó después”, dice y se ríe, con los lentes chiquitos caídos sobre la nariz. A los 18 años se mudó a Buenos Aires y se anotó en Letras.
–¿En qué momento empezaste a escribir?
–En la adolescencia, como todos. Lo primero que escribí fue narrativa. Y también poesía, pero por suerte y saludablemente publiqué muy poco de toda la poesía que escribí (se ríe). Y empecé usando ortopédicamente un género: el policial. Eso es Manual de perdedores, una novela policial que trabaja sobre el estereotipo del detective con sobretodo y sombrero, pero en Buenos Aires… Porque si no, la aventura siempre es lo que sucede en otro lugar, en otro tiempo, y a otro. Entonces eso es un desafío, es una ruptura de la necesidad del realismo. Si no, la forma de la dominación cultural es que vos estás condenado a una condición en la cual no te podés pensar distinto en términos culturales. En eso consiste el subdesarrollo cultural: estás limitado en términos de lo que sos, entonces no podés volar… ¡Como si allá volaran los hombres!
–¿Creés en las recetas para leer más?
–Absolutamente no y me parece una tremenda mentira que más que atrapar lectores los expulsa. La lectura, como todo, te toca, te llega, aparece. Uno puede construir el mito personal de que “yo buscaba tal cosa e hice un recorrido que me llevó de…”. Yo no buscaba nada y creo que nadie busca nada: va pasando la vida, aparecen lecturas, aparece gente, aparecen laburos. Uno va encontrando. Hay toda una tendencia en el campo del arte y la literatura sobre todo de buscarse una estructura de pensamiento o de coherencia intelectual, borrando las costuras. Mentira. Hay una disposición, uno se entrega. A mí me preguntan qué hay que leer y yo digo: lee lo que se te cante, lo que encuentres, lo que te guste; empezá por cualquier lado. Es más: si no querés leer y querés prender la tele, perfecto. O salí a la calle. Jamás se le pueden poner dogmas a la lectura, como a todo en la vida.
–¿Fue esa la clave del éxito de un programa como Ver para leer?
–En parte sí. Porque no son programas, al menos nunca lo planteamos así, cuya eficacia se mida en términos de haber generado más lectores. Creo que la clave fue no pretender explicar a Kafka ni decirle a la gente que lo tiene que leer, si no contar que hay un tipo que se llama Kafka e invitar a que, el que quiera, lo lea. La pretensión, en todo caso, es desacralizar los libros para esa inmensa mayoría de gente que no lee, que nos veía porque venía enganchada de otros programas, que a mí particularmente me desagradan, pero que tienen rating. Y logramos que se quedaran, enganchados por el juego de la ficción que proponíamos, por ese poder del ¿qué va a pasar?, que es el mismo que atrae de la lectura. Y lo logramos.
–Decías que la inmensa mayoría de la gente no lee. Y al mismo tiempo, entre los que sí leen, hay como una especie de consumismo literario, de acumular libros casi de manera fetichista y del “hay que leer a tales autores”. ¿Entrás en alguna de estas modas?
–(Se ríe) Absolutamente en la primera. Yo soy un enfermo de los libros y a los 15 años empecé a acumular. Pero no considero que eso sea necesariamente una virtud. Como a otro le gusta coleccionar corbatas, zapatos o mujeres, a mi me pasa con los libros. Soy enfermo de buscar, de tener y de comprar. Pero para nada me identifico con la segunda moda. No en el sentido dogmático de que hay que leer a tales autores o toda la obra de un autor. Yo nunca leí todo Dostoievsky y no me amarga eso. Estoy afuera de esa carrera, por suerte, porque soy más feliz leyendo sin mandatos.
–¿Y qué es la lectura para vos?
–Una manera de salir de uno mismo, un entretenimiento, experiencia, libertad… Sobre todo es la manera de juntarse con gente más inteligente y que sabe más que uno. Leer es crecer en el sentido de abrirse la cabeza. Es una manera de expandir la conciencia. Ahora, ¿por qué eso está bien? ¡No tengo la menor idea! Yo leo porque a mí me gusta. Los que leemos suponemos que con la conciencia expandida tendremos más posibilidades de ser felices. Pues lamento decirles que eso no está demostrado de ninguna manera. Aunque a los que leen les encante decirlo y a los que leemos nos encante creerlo… Igual, cuando llego a una casa, lo primero que hago es chusmear la biblioteca y sacar conclusiones. Las bibliotecas nos dicen mucho de sus dueños.
Sasturain lector
Un lugar para leer: Reta, el balneario en el que paso mis vacaciones familiares. Ahí puedo leer más que en todo el año.
Una historieta de la infancia: a los 6 o 7 años leía El Pato Donald, de Editorial Abril. La historia de cuando el Tío Patilludo descubría con Donald y los sobrinos la Atlántida fue la primera que me partió la cabeza.
Un libro que vuelvo a leer siempre: Cuarenta y nueve primeros cuentos, de Ernest Hemingway. Una obra maestra absoluta, que se puede abrir en cualquier momento y en cualquier lado.
El mejor detective de la literatura policial universal: son dos: Philip Marlowe, de Raymond Chandler y Sam Spade, de Dashiell Hammett.
Texto: Paula Bistagnino.
Fotos: Diego García.