Se distingue por su simpatía y carisma, al punto que más de uno pensará que es pura pinta. Nada más alejado de la realidad: Ariel Rodríguez Palacios es uno de los mejores chefs del país y el director académico del Instituto Argentino de Gastronomía, quizás la más prestigiosa escuela de gastronomía del país. Pero la realidad es que la llegada que tiene con el público ha llevado a la gente de Canal 9 a pensar que su ciclo La Cocina del 9 podría convertirse en un magazine diario. En eso andan, viendo si el Maestro lo conduce solo o si le consiguen una coconductora que esté a su altura.
Lo cierto que lo de Ariel Rodríguez Palacios no fue vocación. De chico no se metía en la cocina de su mamá ni de su abuela. Tampoco tiene recuerdos infantiles ligados con el mundo de las ollas y sartenes que lo hayan marcado. Lo suyo arrancó al terminar el secundario y preguntarse: “¿De qué cuernos voy a vivir el resto de mi vida?”. Hijo de un médico y una psiquiatra, jamás pensó en seguir alguna de esas carreras, ni ninguna otra de las consideradas tradicionales. “A mi me gustaba mucho estar con gente, organizar fiestas… la joda, bah”, dice con tono serio impostado. Y continúa: “Mi padrino de confirmación trabajaba en una empresa de viajes y siempre me hablaba de una manera fascinante sobre los hoteles alrededor del mundo. Y yo me imaginaba que podía ser increíble trabajar en un hotel en Medio Oriente o Asia”. Fue así como se inscribió en un instituto que tenía esa carrera. Cursando, se dio cuenta de que le tiraba más el mundo de la cocina. Entonces fue directo al grano: se contactó con el gerente de alimentos y bebidas del Plaza Hotel y le pidió que lo dejara ir a aprender. “Cuando entré en la cocina, me alucinó. Y no quise salir nunca más”, resume hoy, desde su escritorio de director académico del Instituto de Gastronomía Argentino (IAG), con más de 20 años de trayectoria en sus espaldas.
– Era una época en la que la gastronomía ni siquiera se proyectaba como una carrera…
– Claro, mis viejos no lo podían creer. Pensaban que era una aventura de un tiempo y que después me iba a encarrilar hacia una carrera “seria”. Ser cocinero en ese momento era un oficio de supervivencia. Ni siquiera el hijo del dueño de un restaurante, si le iba bien, iba a elegir ser cocinero. La mayoría de los que estaban en una cocina era por necesidad. Y los que llegaban a chef era por años de trabajo, pero no lo habían elegido. Más de un chef conocido con el que trabajé me llegó a confesar: “Nene, no entiendo que hacés acá pudiendo hacer otra cosa. Yo hubiera elegido otros millones de cosas antes que esto”.
– ¿Y qué hacías ahí?
– ¡Me gustaba! ¡Y me gusta! Es difícil explicarlo. Pero es fácil darte cuenta: con ninguna otra cosa me la puedo pasar ocho o diez horas parado y encerrado laburando con 40 grados, fuego, humedad… A mi me encanta el hecho de poder transformar los alimentos, probar sabores nuevos, investigar productos, texturas… Y me gusta mucho comer. ¡Si no hiciera deporte sería un lechón!
– Además de ser un gran comensal, ¿qué condiciones se necesitan para ser chef?
– Lo primero que hay que decirle a la gente es que cualquiera puede cocinar. ¡Cualquiera! Es verso eso que dicen de que tenés que tener paladar. Hay gente que trae cosas incorporadas y que naturalmente cocina rico. Pero eso no quiere decir que sepa. A cocinar se aprende. Y cualquiera que se lo proponga puede cocinar y cocinar bien. Igual, yo le recomiendo a quienes quieren estudiar gastronomía que antes de anotarse traten de conocer y probar cómo es el trabajo en una cocina. Aunque sea dos semanas. Porque hay mucha gente que después no se la banca.
– ¿Cambió el perfil del estudiante de gastronomía?
– Hace unos años la mayoría de los alumnos eran reciclados. Gente que no se había animado porque no veía futuro en esto y que de grande, y sobre todo como hobby, estudiaba gastronomía. Hoy son cada vez más jóvenes. Chicos que podrían estudiar medicina, arquitectura o derecho, pero que eligen esto. En eso la moda y la profesionalización de la gastronomía junto con la televisión fueron determinantes.
– ¿Te gustan las vanguardias?
– Me encantan, pero no soy fanático. Quizá porque ya estoy medio viejo. A mi me gusta mucho la cocina clásica y tradicional, pero no puedo negar que, por ejemplo, la gastronomía molecular es muy interesante. Yo siempre les digo a los chicos que está buenísimo que hagan espumas, gelatinas y lo que se les ocurra. Pero si no logran un buen sabor, ¿para qué sirve? Si no sabés cocinar el espárrago, nunca te va a salir una espuma de espárragos rica. Creo que todavía tiene que pasar tiempo para esta cocina porque todavía no tenemos registro de lo que es. Hace unos años estuve en Barcelona y fui al mejor restaurante de cocina molecular con otros chefs. Al día siguiente, todos decíamos que había sido una experiencia divertida pero ninguno podía reproducir qué habíamos comido. Sin embargo, te puedo contar con detalles el abadejo con garbanzos y unos tomates confitados alucinantes que me comí en el Puerto Olímpico de Barcelona durante ese mismo viaje.
– ¿Cuál es la clave de un buen plato?
– La primera es el producto. Si el producto no es bueno, el plato no puede ser bueno. Después de la materia prima, el modo de cocción y la alianza de sabores. De todas maneras, hay una verdad más grande que todas estas: el consumidor. La clave es si quien come ese plato puede apreciar o no la calidad de lo que le vas a dar. A un chico acostumbrado a las hamburguesas del supermercado o de las cadenas de comida rápida, aunque yo le haga la mejor hamburguesa casera del mundo, no le va a gustar.
– ¿Qué lugar ocupa la presentación del plato en tu cocina?
– Lo primero que hay que entender es que uno come por el olfato y el olfato va a acompañado por la vista. Es muy importante poder presentar un plato tentador a los ojos. Pero de nada sirve la imagen si el sabor no es bueno. Es más, la vista tiene que seducirte y el sabor tiene que conquistarte. El sabor tiene que superar al olfato. Si no, falla.
– Estás en la tele, en la docencia y en la cocina, ¿qué es lo que más te gusta?
– La docencia es lo que más satisfacción me da. Primero, porque nunca fui de los que se quieren guardar el secreto de la receta. Todo lo contrario: me encanta transmitir lo que sé, ver cómo progresan los alumnos y si superan al maestro, mucho mejor. Cocinar enseñando es lo que más me gusta. Hace más de 20 años que enseño y no me canso nunca.
– ¿Y la tele?
– La tele me divierte. Dentro de las cosas que pensé cuando no sabía qué estudiar fue hacer teatro. Me gustaba actuar y hasta fui a averiguar al Conservatorio. Pero nunca lo hice. Y la tele es la canalización de eso. La paso muy bien. Quizá porque no vivo de eso. Si mi negocio fuera ese, quizá dejaría de ser tan placentero, pero por ahora es una terapia.
– ¿Se puede enseñar a cocinar en la tele?
– Si, sin duda. También se pueden dar recetas. Yo enseño.
– ¿Por qué crees que hay tantos hombres en la cocina?
– Porque hoy es una carrera. Antes las mujeres cocinaban porque se quedaban en la casa y los hombres no cocinaban porque tenían que trabajar de algo más serio. Hoy el hombre puede producir con la cocina. El 50% de los 2500 alumnos que tiene el IAG hoy son hombres.
– ¿Cocinás en tu casa?
– Si, todos los fines de semana. Sigo disfrutando mucho de cocinar, porque si bien estoy todo el tiempo en la cocina, no tengo un restaurante y, entonces, no tengo la rutina obligada de sacar 100 platos por día. Si tuviera eso, quizá no haría ni unos fideos.
–¿Tu mujer cocina?
–Y… trata.
–¿Te metés cuando cocina ella?
–Antes sí, pero ya no. No me deja. Soy un dominado.
–¿Sos un comensal exigente?
–No, como de todo y no soy exquisito con la comida normal. Pero cuando voy a un lugar que hace grandes promesas y no las cumple, sí soy exigente. La comida elaborada mal hecha es lo peor que puede pasarme. Prefiero comer una ensalada de lechuga y tomate o un pollo al horno antes que un plato mal hecho.
Mi sopa preferida
Mi sopa preferida es la sopa de cebolla al estilo francés. Se cocinan a fuego muy mínimo cebollas cortadas en juliana con un poquito de manteca hasta que larguen todo su líquido y sin que se doren. Cuando están bien sudadas, se les pone un puñado de harina y se cocinan un rato más hasta que la harina esté cocida. Después se mojan con un caldo y se cocinan unos 40 minutos más. Tiene que quedar bien espesa. En un recipiente, se pone en el fondo una rodaja de pan tostada con un chorrito de aceite de oliva y queso gruyere, luego la sopa y arriba otra tostada igual. ¡Irresistible!
Texto: Ana Césari
Fotos: Ariel Gutraich.