El personaje de Rubén Donofrio, ese trabajador aeroportuario y sindicalista que enamoró a Carla Peterson (Mey) en Guapas, la exitosa tira de El Trece (2014) llegó para coronar una década en la que su vida dio un vuelco de 180 grados y que había comenzado en 2002, cuando a los 28 años decidió que quería estudiar teatro. Hasta ese momento, la imprenta familiar en Ramos Mejía era su metier cotidiano y no le iba nada mal. Al contrario. Es por eso que Alberto Ajaka confiesa, sin pudor, que la actuación le arruinó la vida: “Yo digo que es un veneno que me inocularon y contra el que no pude defenderme. Porque fue así, de un día para el otro, y con una adrenalina que no podía contener. No pienso en si salió bien o salió mal, pero sé que fue algo que de alguna manera me llevó puesto”, dice ahora, cuando la tormenta ya pasó y disfruta del reconocimiento, de su familia formada con la actriz María Villar y sus hijos Pedro (4) y Elena (1).
Morocho, de estatura mediana, ojos oscuros, rulos despeinados, la voz gruesa –con un dejo de trasnoche- y un hablar acelerado, Ajaka tiene mucho de ese Donofrio que se jactaba de tener “más calle que un GPS” y que enamoró a las mujeres con el estereotipo del hombre rústico, trabajador, de barrio, con valores innegociables y la masculinidad clásica. También podría decirse que fue Donofrio el que se nutrió de Ajaka. Pero no. Porque si bien tiene el physique du role para el personaje, apenas habla sale a la superficie el actor, el dramaturgo y el director de teatro que le corre por las venas. Como cuando habla de La parte ausente, la película que acaba de estrenar y que coprotagoniza con Celeste Cid, dirigida por el hondureño Galel Maidana: “Es un escenario postapocalíptico, una fantasía… Me interesa este tipo de cine, muy personal, con una imagen singular que escapa a nuestro cine, porque el de la ciencia ficción es siempre un lenguaje foráneo. Creo que es muy pequeña la grieta para hacer este tipo de cosas acá y por eso me interesó, sobre todo. Además, pude ser parte del trabajo de guion también”.
-¿Cómo vivís lo que pasó con el personaje de Donofrio?
-Quizá decir que lo tomo natural es como muchísimo, pero me pasa un poco eso. No sé si es la edad y que uno ya está parado un poco mejor. Creo que hay algo de eso, básicamente. Porque la mirada de los otros está siempre sobre un actor, desde que vas a un taller de teatro. Yo ya tenía la mirada de mis colegas y de cierta gente, que para mí era muy importante. Porque yo me hice un espacio de teatro-arte, por decirlo de alguna manera, que era lo que ambicionaba cuando empecé. Aquello lo ambicioné, pero esto no. Esto ocurrió…
-¿No lo fantaseaste nunca?
-Si, fantaseé. Pero no hice ningún movimiento como para generarlo: actué por primera vez en televisión sin haber hecho nunca un bolo ni pisado un estudio y entré directamente con un personaje en Contra las cuerdas, a fines de 2010. Justo había decidido tomarme un mes hasta que naciera mi hijo y ver qué hacía, porque todavía estaba trabajando en la imprenta. Justo en ese momento cayó aquel trabajo y me organizó cuatro meses de jornadas de doce horas de trabajo. Y no me quedó otra que dejar la imprenta.
-Decías que la actuación fue un veneno y, sin duda, fue muy poderoso, porque en una década lograste reconocimiento y popularidad, actuaste, dirigiste y escribiste…
-Sí, muy poderoso. Porque yo tenía cierta resistencia. Y lo siento como algo venenoso porque tuvo su dolor. Yo, por un lado, no quería que me gustara. Porque me obligó a dar un vuelco en una vida que venía más o menos con un rumbo. Y no es que yo tengo una mirada idílica de la vida, pero además porque a mí me gustaba la vida que tenía. No era que la sufría. Lo que yo hacía, lo hacía con cariño y alegría, con ganas y pasión. No es que era rosa, claro, porque yo no soy rosa. Vivía enroscado y preocupado. Pero era parte de la pasión. Ahora sigo enroscado y preocupado, pero con otras cosas. Me preocupa y me enojo porque no me sale una escena. Me encantan esos problemas, digamos.
Cambio de vida
Nacido y criado en Ramos Mejía, no había nada en aquel universo familiar ni social de la infancia y adolescencia que lo llevaran a la actuación. Incluso, confiesa, en aquel mundo de barrio del conurbano bonaerense, más de calle que de biblioteca y cine, había casi una visión despectiva respecto del arte en general. “Y de la actuación en particular. Incluso sigo pensando que la actuación es como la más macanera de las artes”, agrega. Sin embargo, Ajaka siente que íntimamente la posibilidad de actuar siempre estuvo en él de alguna manera, aunque podría haber pasado la vida sin intentarlo. Por eso, sostiene que empezar teatro no fue un alivio en su vida, sino más bien una complicación: “A los 28 es como que ya tenés las cosas encaminadas u ordenadas. O al menos puestas en función de algo. En mi caso yo ya estaba más o menos hecho: tenía un buen laburo, una casa, dos autos…”. Lo dice como repitiendo un lugar común del “estar encaminado”.
-Y ahí te anotaste en el curso de teatro…
-A los 28 empecé con el curso y a los 31 debuté con una obra escrita y dirigida por mí, Michigan. Fue un intento, una obra derivada de un ejercicio de taller que estrenamos en el Centro Cultural Rojas, pero quiero decir que fue todo junto. Porque yo estaba preocupado por actuar… Había empezado ese camino absolutamente nuevo y quería saber qué onda. Y la realidad es que nadie te llama para laburar, no te llama a priori si vos no salís a mostrarte.
-¿Qué te movilizó a actuar ya a una edad avanzada?
-No sé, no sé. Te juro que no sé. Siempre fui un poco medio bufón en el grupo de amigos y tuve esa cosa histriónica. Ahora, con el diario del lunes, puedo ensayar alguna respuesta, pero la verdad es que no lo sé: cosas, cosas que se juntaron. Mejor dicho: no cosas, sino algo del momento. Era el momento para hacer eso tal vez. No lo digo como que fue un desembarco y tomé la decisión.
-Y hasta entonces, ¿qué tenías en la cabeza?
-Empecé a trabajar muy chico y el eje era la imprenta, pero tenía a la par una inquietud y una búsqueda, aunque nunca supe bien qué era: pasé por Filosofía y por Económicas… Imaginate. Era como ir de oyente a cosas que me interesaban, aunque siempre empezaba y dejaba. También estaban los gustos: la música, la música amplia y el rock en especial, como una formación casi generacional; la literatura y un poco el cine son cosas que me acompañan desde antes. El teatro no. Estaba fuera de mi esfera: creo que había ido tres o cuatro veces en mi vida, no más… Luego, el vínculo con una actividad artística hizo que abriera el campo hacia otro montón de lectura como la poesía, que antes no leía, y obviamente teatro y literatura dramática. Pero desde antes ya leía, fuera del canon, pero bastante: Dostoievski, Arlt, Borges, Kafka, todo eso estaba.
-¿Te sorprendió el teatro?
-Sí, porque vi que era una cosa mucho más seria de la que yo imaginaba. Encontré un lugar de fácil acceso pero rápidamente descubrí sus capas de complejidad. El talento es algo así como la conciencia del límite también. Uno tiene facilidad para algo, accede a un límite y tiene la posibilidad de expandirlo… Eso pasa en la actuación, que no pasa por ejemplo en el básquet. Yo jugaba al básquet y podía ver el talento en Manu Ginóbili; y podía reconocer que no estaba en mi horizonte de posibilidades. Pero en la actuación si veía que algo de eso en este mundo sí era accesible. Igual le reconozco a la actuación, y me fundo también en ese lugar, algo de atorrante o tramposo. Por otro lado, es una actividad complejísima en sus niveles excelsos. Como todo lo excelso.
-Vas a presentar una obra con tu compañía El hambre de los artistas, un título muy sintomático de esto que estamos hablando.
-Es una fantasía sobre dos troupes de artistas de diferentes épocas, una especie de delirio, delirio realista pero delirio al fin. Es un poco lo que yo vengo haciendo, como una especie de terapéutica de lo que estamos hablando… Así como vos me estás ahorrando un poco de psicólogo, también intento ahorrarlo en las obras; trabajo sobre eso. Se ve que en los últimos años yo necesito entender algo de todo esto y también que me divierte pensarlo desde ahí. También hay un cuento de Kafka que se llama Un artista del hambre que tiene una línea. Mis obras son muy polifónicas. Y el hambre de los artistas son las ganas de comer, la necesidad de alimento, y la otra necesidad, la artística.
-¿Qué te obsesiona a la hora de trabajar?
-Me obsesiona la moral, la moral sin duda. No puedo ser amoral en el teatro. La moral de la escena. En el teatro soy mejor persona: soy más inteligente, no puedo mentir y me ocupo de cuidar una moral, la de la escena; aunque para el público pueda ser lo más amoral a lo que asistió en su vida. Ahí soy mejor. Después, en la vida, soy un desastre.
-¿Podrías volver a la vida anterior?
-No, porque me tendría que volver a levantar inevitablemente temprano. En cambio acá, depende del laburo que tenga, la voy piloteando. No extraño aquella vida, pero me costó mucho dejarla. No fue una decisión madura: un día de repente sentí que no podía más. Y no podía en serio. Iba por la avenida General Paz y me agarró como un ataque de pánico. Me quedé adentro del auto como media hora sin saber qué hacer. Venía enloquecido, ya con una compañía propia, una sala propia, gira en Europa y la imprenta. Volví a arrancar, me fui a mi casa, me acosté y no me levanté por días. Después de eso, no volví a la imprenta nunca más.
-Ahora que probaste la exposición, ¿qué te gustaría preservar de aquello?
-Hay un prejuicio o mejor dicho un juicio previo que por supuesto está todo el tiempo alerta a qué elegís y que no elegís. Miedo o preocupación no tengo, pero sí, es algo que está ahí y que pienso. Porque en la medida en la que te volvés algo público, no podés salir tan roto a la calle y ese tipo de cosas. Pero igual yo soy un croto y eso no me importa. Así que no voy a cambiar. Y voy a tratar de elegir.
Una década multiplicada
Desde el primer curso de actuación con Ricardo Bartís, Ajaka ha acumulado papeles, obras escritas y dirigidas, festivales internacionales, películas y programas de televisión. Es casi imposible circunscribir su trayectoria a unas líneas, pero se puede decir que ha hecho Shakespeare y que actuó en el Teatro San Martín, que fundó una compañía de teatro multipremiada y una sala de teatro (Colectivo Escalada), que sus obras viajan por festivales internacionales y que lo han dirigido, además de Bartís (De mal en peor), Javier Daulte (Mc Beth), Mauricio Kartun (Ala de criados) y Luciano Suardi (El gran deschave) -entre otros- y en cine, Alejandro Doria, Armando Bo y Paula de Luque. Ha tenido nominaciones a los Premios ACE, Trinidad Guevara y Teatro del Mundo; y los ha ganado como autor, actor y director. Entre una decena de lo que ha hecho como dramaturgo y director, se cuentan Llegó la música y El director, la obra, los actores y el amor.
Texto: Paula Bistagnino.