La muerte, en Venecia, es una presencia si no constante, casi emblemática. Cuando no la narra Thomas Mann, la filman Luchino Visconti o Nicolas Roeg. O la protagonizan los miles de venecianos que sucumbieron a la peste de 1630, o los que en la actualidad deben abandonar la ciudad más romántica de esta tierra, empujados por la falta de servicios o por los mismos canales, que acunan en sus aguas tanta belleza como contaminación.
La muerte, en Venecia, se instaló una vez en 1797, cuando el ejército imperial napoleónico derrotó a la República de la Serenísima y, entre otros renuncios, los venecianos debieron despojarse de sus máscaras y abandonar por casi 200 años su Carnaval, una fiesta en la que se rendía honores a la alegría, a la disipación, a los excesos, a la vida.
Por eso, cuando el 13 de enero de 1980, gracias a la Bienaly a Maurizio Scaparro, uno de los protagonistas de lo más granado de la cultura italiana, se recuperó el Carnaval y Venecia pudo volver a soñar con el esplendor gozoso de antaño.
Piccola storia
Hacia fines del siglo XI, los venecianos celebraban las grandes victorias con fiestas populares que, previsiblemente, eran utilizadas por las familias poderosas como un arma de consenso en las luchas políticas de la República. Para la ocasión se preparaban fuegos artificiales y números de acrobacia que se desarrollaban en la plaza San Marcos.
Durante el Renacimiento, el Carnaval veneciano creció hasta alcanzar su pico de máximo esplendor en el Setecientos. En ese entonces, la ciudad se había convertido en un foco de atracción turística para la sociedad rococó. Además de los bailes y festines callejeros, se abrieron pequeños casinos dedicados al juego y al amor, que en poco tiempo se transformaron en templos de desenfreno. Reinaba Casanova, que cuando no estaba ejercitándose en el interior de ellos, se paseaba vestido de Pierrot. Goethe, en cambio, cuya avaricia le impedía comprarse un disfraz, dicen que decía: “¿No soy yo ya bastante máscara?”.
El Carnaval se iniciaba con regularidad el 26 de diciembre, en Plaza San Marcos. Esa misma noche, los siete teatros empezaban la estación. El último domingo le tout se reunía en la corte del Palacio de los Dogos, para la corrida veneciana.
Con el tiempo y el deterioro del poder republicano, el Carnaval dejó de ser patrimonio de la aristocracia para convertirse en una fiesta burguesa. Pero duró poco. Con Napoleón se terminó de golpe la deliciosa mascarada.
Il Carnavale oggi
Visitar Venecia en tiempos de Carnaval exige una planificación exhaustiva, al menos en lo que a alojamiento se refiere. Si no se reserva con mucha, mucha anticipación, se corre el riesgo de terminar durmiendo a varios kilómetros de los canales o de los 441 puentes y, así, no vale. O lo que es peor, alquilar una habitación a compartir con siete desconocidos. Lo mejor, naturalmente, lo ofrecen el Danieli Hotel, The Gritti Palace o el Cipriani, aunque este conviene averiguar bien, porque a veces cierra en estos días. Por lo demás, la ciudad cuenta con alojamiento para todo tipo de presupuesto.
Resuelto este paso, se trata de dejar la valija y correr en busca del atuendo adecuado. El Laboratorio artesano de máscaras en Castello, cercano a la iglesia de San Juan y Pablo, es una cita obligada. Allí, Giorgio Canetti se especializa en las máscaras clásicas de la Comedia del Arte. A través de sus manos, los personajes tradicionales del teatro antiguo italiano reviven hoy en el Carnaval veneciano: Arlequín (originalmente un diablo medieval), Polichinela (mimo y danzarín desenfadado), Pantaleón (que remeda a los mercaderes del antiguo Veneto) y, por supuesto, Pierrot y Colombina.
Otra alternativa es recurrir a las artes de los maquilladores de la Plaza San Marcos, que por pocos euros transforman al visitante.
Tradicionalmente, la fiesta arranca con una Colombina (una palomita) de cartón que, atada de un hilo, desciende del campanario de San Marcos, junto con una lluvia de papeles de colores que estallan sobre la multitud congregada en la plaza, para luego hacer pie en la terraza del Palacio Ducal.
De ahí en más, el espectáculo continúa en todas partes. Desde media Europa acuden músicos, acróbatas, mimos, comediantes, astrólogos que se mezclan con los artistas locales para armar un show que parece no concluir nunca. El espectáculo se vive entre el jueves y el martes, día en que muere el Carnaval, en medio del Gran Baile en la plaza.
Uno de los aspectos más atractivos de la fiesta es la posibilidad de escuchar a la vuelta de cada esquina música renacentista, lírica, melódica o rock, interpretada por grupos excelentes.
La contrapartida pasa por lo económico. Los gondoleros, por ejemplo, reclamarán con paciencia y una habilidad heredada del antiguo contacto de su ciudad con los mercaderes orientales, euros y más euros por descubrir el mascarón de proa, o por circular por aquí o por allá, o por acompañar el viaje con su canto, en una negociación en la que el turista lleva todas las de perder.
Pero si el visitante decidió visitar Venecia en tiempos de “Carnestolendas”, seguramente estará preparado para resistirlo todo. Seguramente llegará deseoso de disfrutar de un Martini Bianco en Plaza San Marcos y esperará lo que sea.
En el rubro gastronómico, las citas top son: un vermut o un cafecito al abrigo de los frescos de puro estilo veneciano en el histórico Caffe Florian. Un aperitivo Bellini en el Harry´s Bar de Cipriani, de la calle Vallaresso. O, si no, una cerveza con algo bastante parecido a las tapas madrileñas, en las tascas próximas al mercado. Un té en el Danieli, si no pudo alojarse allí. Un espléndido pescado en la Trattoria alla Madonna o una regia cena típica en la Locana da Montin, donde se filmaron las escenas más románticas de Anónimo Veneciano.
Venecia sin ti
Cuando los cientos de miles de personas que anualmente recorren la ciudad en esta época abandonen Venecia, será el momento de zambullirse en la vera y melancólica Venecia. Algunos puntos ineludibles son: la Basílica en la Plaza San Marcos, los dorados mosaicos bizantinos, la obra de Tiziano, Tintoretto y Veronese, la magia del Palacio Ducal, máximo ejemplo del gótico veneciano, el museo Correr y el legado de Carpaccio, de Bellini y la magnífica Pieta de Antonello da Messina.
Pero tampoco es cuestión de atosigarse de museos. Lo mejor, sin lugar a dudas, es recorrer las calles y los puentes, respirar el aire decadente de una ciudad que poetas, pintores y amantes dejaron detenida a la orilla de la historia.