Sacarse todos los trajes para ser quien es: ella, una mujer de 60 años que creció hasta los 8 años en la provincia de San Luis; hija de una maestra rural muy católica y reaccionaria y de un padre con conciencia social, feliz con la vida en un pueblo y fascinada con las luces de la ciudad de Buenos Aires, a donde se mudó muy pequeña. Eran las luces de la ciudad pero también era la libertad. Después vino la militancia y el novio, el abandono del hogar a los 17 para casarse y la maternidad precoz. Recién después, la vocación, casi por casualidad: la dictadura cerró la Facultad en la que cursaba la carrera de Sociología y se puso a hacer un curso de actuación con Lito Cruz. Ahí empezó todo, una carrera de cuatro décadas que la puso al tope de la popularidad y en los más altos niveles de prestigio. Así se presenta, así se cuenta a sí misma Mercedes Morán, dirigida por Claudio Tolcachir en ¡Ay, amor divino!
-¿De dónde vino esta necesidad de mostrar a Mercedes en escena?
–Todavía no sé muy bien a qué obedece, pero tuve la necesidad de hacerlo, porque si no el estímulo inicial se hubiera terminado en la ocurrencia y el primer impulso hubiera quedado en la nada. Pero haber llevado a cabo todo esto, con todo el trabajo que implica, me da la certeza de que obedece al deseo o a la necesidad, y lo iré descubriendo a medida que lo vaya haciendo.
-¿Qué intimidad mostrás?
-Hablo de los pequeños secretos de la infancia, de la relación con mi madre, de la relación con mi padre y del vínculo con mis hermanos; de los conflictos que tenía una niña religiosa y católica en relación con la aparición de los “malos pensamientos”. Y después, hablar desde mi lugar y desde mi edad, de lo que significa para mí el paso del tiempo y el reto que implica lo que vendrá. Y cómo aspiro yo a vivir esta edad que transcurre tan velozmente.
-¿El teatro es el medio para hacer esto?
-Creo que aunque nos encubrimos detrás de un personaje, el teatro hace que la gente pueda descubrir a las personas. Al menos a mí me pasa como espectadora cuando veo un trabajo de un actor: aunque haga una composición extraordinaria, se descubre la humanidad de esa persona y yo puedo imaginarme qué tipo de persona es. Cosa que no pasa en la tele o el cine.
-¿Es un riesgo?
-Ahora pienso que el riesgo que tenía ganas de correr en este momento era poder estar cómoda arriba del escenario, con vivir un cierto grado de incomodidad, sin estar cubierta por ningún personaje. De alguna manera, el cubrirme de un personaje es un poco lo que siempre me permitió estar muy cómoda sobre el escenario y lo que, por otro lado, me ayudó a terminar de vencer una cantidad de inhibiciones que fueron constitutivas en mi carácter.
-¿Fuiste una joven tímida?
–Fui una adolescente archi, recontra tímida. Y creo que fue la actuación la que me permitió curarme. Esa instrospección tan aguda que inevitablemente hace un actor y lo que quise con esto fue profundizar ese aprendizaje. Poder estar en el escenario desde mí, sostener esa incomodidad y establecer con el público una relación más amistosa…
-Es como desnudarte frente al público…
-Sí, es completamente distinto. Es vincularme de otra manera. Es que el público deje de ser una entidad y dirigirme hacia cada una de las personas que están en el teatro como si fueran amigos que vienen a cenar a casa y abrirles mi corazón y mostrarles mi intimidad.
-Estás en una gran etapa con el cine, con proyección internacional… ¿Por dónde pasa el deseo?
-Por suerte por muchos lugares. En lo personal por disfrutar de mis nietos (tiene dos) y en lo profesional por hacer cosas que tenía ganas y que me conectan con lugares distintos. Por disfrutar de la madurez, que no es fácil, por vivir lo más parecido a lo que quiero.
Texto: Ana Césari.