Tal vez, una anécdota -filtrada por su hermano Leandro, también ex basquetbolista y hoy comentarista televisivo- consiga dimensionar el espíritu pujante de Emanuel Ginóbili. Según el relato, cuando Manu arrancó el secundario y cayó el primer boletín, enseguida fue a husmear en el archivo familiar para comparar sus notas con las de Leandro, siete años mayor. Esa intensidad en la competencia no la trasladó definitivamente al estudio, como lo hubiera querido su mamá Raquel, pero sí la enfocó en transformarse en el mejor jugador de la historia del básquet argentino y para entronizarse entre los deportistas más destacados de todos los tiempos, al punto de vencer, incluso, a la propia naturaleza, en un desigual uno contra uno. Es que, a los 13 años, su pediatra le realizó un estudio de proyección de altura y el diagnóstico fue que llegaría al metro 85, poco satisfactorio para el apetito de superación del protagonista. “No paraba de medirme esperando crecer más”, cuenta subido al metro 96, estatura actual del astro. Después, la historia de trampolín en trampolín. Bahiense del Norte, Andino de La Rioja, en su debut en la Liga Nacional (llegó a estar siete meses sin cobrar; con el primer sueldo “me compré ropa, algunas cosas que necesitaba, uno no sabía lo que le podía deparar la carrera”), Italia, el brillo en la Selección, las medallas, la NBA, donde en el 2004 firmó un contrato de 52 millones de dólares por seis temporadas, los anillos de campeón, el reconocimiento (¡en San Antonio hasta venden el muñequito de Manu!) el Olimpo en el que habita, todavía, con apetito por saciar.
Actual estrella de los San Antonio Spurs, donde está desde hace casi 10 años, en el diccionario de su carrera, su aspiración es siempre conjugar el mismo verbo, una cosa que empieza con g: “Ganar me gusta, es una sensación que uno quiere repetir. Se disfruta mucho”.
Pero la gran noticia del 2013 (en realidad del 2014) es la llegada del nuevo heredero y ¡otra vez! varón, como los mellizos Dante y Nicola, nacidos el 16 de mayo de 2010. Con muy buen humor, en ese entonces Manu había dicho que si llegaban a nacer el 25 de mayo, los llamaba Vicente y Nario, haciendo un juego de palabras con el Bicentenario que se festejaba por esos días. Está casado con Marianela Oroño, su novia de siempre, hija de un basquetbolista, lo que la convierte en una entendida del ambiente en el que se manejan. Desde que se instalaron en Estados Unidos, están afincados en la ciudad texana de San Antonio y ahí siguen, porque el bahiense pasó del básquet español al norteamericano y siempre jugó en el mismo club, donde es ídolo. Se acuerda perfectamente de los primeros tiempos, en que tuvo que pagar el consabido derecho de piso: “A todos los novatos les hacen hacer algo. Cuando llegué, algunos tenían que cargar bolsos, otros arreglar el vestuario… A mí me encargaron las rosquillas”, detalla. Se adaptó pronto a la ultra competitiva NBA: “Es otro ritmo, intenso, frenético. Tuve que aprender las reglas, pero no deja de ser básquet”. Y ejercitando el asombro, que si fuera un músculo, hoy lo tendría ultra desarrollado. También recuerda cuando, recién llegadito a EEUU, una limusina lo levantó en el aeropuerto y lo dejó en la suite presidencial de un hotel. La apertura de ojos al nuevo mundo lo impulsó a que llamara a su papá para reflexionar: “Tengo una cama con techo, cuatro baños y un piano de cola. Si no la meto acá, me pegan una patada que termino en Bahía”. Ahora, más acostumbrado, sigue resaltando el trato súper profesional. “En lo organizativo son un lujo, es algo de todos los días. El jugador sólo se tiene que dedicar a jugar”, explica. El otro secreto de su éxito es la fidelidad a su filosofía. Con condiciones y chapa de estrella, admite roles de equipo. Su ego sólo se muestra indomable cara a cara con el adversario. “Ya demostré lo que puedo dar, pero asumo las responsabilidades. No me interesa si me destaco más o menos, yo pienso en lo que precisa el equipo y trabajo en consecuencia. Trato de hacer un poco de todo, mientras me sienta útil…”, plantea.
Pero más allá de su carrera en Europa y Estados Unidos, fue su brillo en la Selección el que hipnotizó hasta a los menos seguidores del básquet. El subcampeonato en el Mundial 2002 y las medallas de oro y de bronce en los Juegos de Atenas y Beijing, respectivamente, con su ímpetu y magia como referentes de una generación deslumbrante (con Scola, Nocioni, Oberto y Pepe Sánchez, entre otros) son hitos difíciles de empardar a futuro. Y recuerdos que exceden a la vitrina en la vida de Manu. “En China conseguimos el bronce. A todos nos hubiera gustado el oro, pero no importaba tanto el color. Lo destacable es que se logró mantener a la Argentina en el podio, es un objetivo especial”, apunta. Y, como indica su carácter, reparte los laureles: “Todo fue conseguido por una camada fabulosa, cada uno aportó o cumplió una función para que las cosas se dieran como se dieron a lo largo de estos años”. ¿Habrá más tinta de Manu en la historia escrita por la Selección? “Es algo que todavía no sé, hay muchos factores que habrá que analizar para tomar una decisión. Está el tema físico, el desgaste que cargue después de cada temporada. Se verá”, deja la puerta entornada. “Me contrataron en Kinder Bologna, en Italia, o en San Antonio, equipos fuertes, candidatos, con los que salí campeón. Pude haber ido a otros destinos en los que no estaba entre los objetivos pelear un título. Y las cosas hubieron sido más complicadas. Algo de suerte hubo, pero un poco la empujé”, amplía el argumento. Por algo Ginóbili y ganar empiezan con la misma letra…
Una constelación de títulos
Emanuel David Ginóbili nació el 28 de julio de 1977 en Bahía Blanca, provincia de Buenos Aires. Mide 1,96 metros y pesa 96 kilos. Debutó, en su ciudad, en Bahiense del Norte, en el 93. Luego, ya en Liga Nacional, pasó por Andino de La Rioja y Estudiantes de Bahía. Más tarde pasó al Reggio Calabria de Italia, donde empezaron a brotar los títulos. Subió a la elite italiana y pasó al entonces poderoso Kinder Bologna, donde obtuvo dos Copas Italia, una Euroliga (en otra fue subcampeón) y una Liga de ese país. Ahí dio el salto a la NBA, donde se hizo del anillo en su temporada debut, en 2003. Después, le sumó otros dos, en el 2005 y en el 2007. Con la Selección también se dio el gusto de saciar su apetito de lauros. En el 2002 fue subcampeón en el Mundial de Indianápolis. En el 2003, medalla de plata en el Preolímpico de Puerto Rico. En el 2004, la cúspide: la presea dorada en los Juegos Olímpicos de Atenas y de bronce en Pekín 2008. En el 2006, Argentina, otra vez con su presencia, fue cuarta en el Mundial de Japón. En 2011 ganó la medalla dorada con la Selección en el Torneo de las Américas.
La Fundación
Ni el fastuoso mundo de la NBA lo mareó. Con la misma sensibilidad que ostentaba el desgarbado muchachito de Bahiense del Norte, mantuvo la preocupación por los chicos que no tuvieron ni la suerte ni las oportunidades que él sí tuvo. Entonces, decidió fundar (e invertir en) una Fundación para ayudar a los más necesitados. Marianela, su esposa, ya colaboraba con algunos hogares y la iniciativa empezó a tomar forma en el 2003. “En toda sociedad se encuentra gente con problemas, sólo tratamos de ayudar desde donde podemos. En realidad, la solución final debe venir desde otra parte”, analiza. El Hogar Mamá Margarita y NACER Asociación de ayuda al prematuro son algunos de los destinatarios de las donaciones. Manu aglutina los aportes de empresas, incluso, de los sponsors. El ingenio se exprime para conseguir los fondos de donde sea, todo con el mismo fin, asistir a los menos afortunados. Pueden ser remates de camisetas, maratones.. Quizás, su mejor logro.
Texto: Matías Dens
Fotos: gentileza Marcelo Figueras.