Un zapato es función primero y forma después. Pero si no es las dos cosas, no es nada. Y sólo puede ser eso cuando se dan una serie de condiciones materiales y no tanto: es entonces forma, función, materiales de calidad, trabajo y corazón. De manera desordenada, Sylvie Geronimi va enumerando y describiendo cómo y con qué se hace cada uno de sus zapatos: “Son muchas cosas y se necesita gente que trabaje a tu alrededor, que entienda el concepto de lo que hacés, que acompañe, pero además mucha sensibilidad y corazón”.
Hija de una argentina y un diplomático francés, nació en Malasya y vivió en el sudeste asiático hasta los 8 años, cuando su padre decidió instalarse en París. “Argentina siempre fue para mí el lugar de la familia. Porque mi padre casi no tenía familia, ya que la mayoría había muerto en la guerra. Desde muy chica veníamos a ver a mi abuela y tenía primos, tíos…”. Su formación inicial está ligada a la pintura y al teatro. “Desde que tengo uso de razón tengo pasión por estas cosas… Pero al terminar el bachillerato, mi padre me dijo que hiciera lo que quisiera pero que también estudiara una carrera”. Entonces siguió con el teatro pero decidió estudiar diseño de moda.
Siempre, quizá por la misma pasión por el arte y el teatro, la había atraído la alta costura, así que eligió ese oficio. Estudió en la Cámara del Sindicato de la Alta Costura, que tiene formación de alto nivel, ya que fue armado por Yves Saint Laurent. Una vez que terminó, empezó a trabajar en el diseño de calzado en París. En eso estaba a los 25 años, cuando después de un viaje a Brasil y casi por casualidad, o no, terminó en Buenos Aires y empezó a ver la ciudad como algo más que la patria de su madre.
-¿Qué te atrajo de venir a instalarte en Buenos Aires?
-Ese viaje fue fundamental. Era a fines de los 80 y lo que me atrajo mucho fue que acá todavía estaba todo por hacerse. En cambio, en Francia, en diseño y moda, era como que ya estaba todo hecho. Y eso me sacaba el entusiasmo, porque tenía menos libertad. Pero Buenos Aires se me presentaba como una oportunidad.
-¿Qué te dio la vida cosmopolita para lo que hacés?
-Mi madre dice que mis diseños la trasladan a Asia. Yo creo que influye mucho en el sentido de abrir la casa y mirar y pensar con más libertad. Pero después en un momento de la vida y cuando uno quiere llevar eso a algún lugar, tiene que ordenarlo para poder sacarle la riqueza eso… Porque las reglas son necesarias, en todo, pero mucho más en los zapatos.
-¿Fue en Buenos Aires dónde te volcaste a los zapatos?
-Yo ya diseñaba zapatos allá. Pero el tema fue que acá, me encontré con que tenía que ocuparme de la fabricación de lo que diseñaba también. En Francia eso está más separado. Así que me metí a estudiar acá calzado en el Instituto San Crispín, que ahora sigue con los nietos. Y durante dos temporadas trabajé con los hermanos Tenuta y fue un antes y un después. Acá había una gran tradición del calzado hecho a mano, que en Europa se había empezado a perder. Me pasó que a veces se rieran de mi fascinación por lo que estaba pasando acá, que era el taller chiquito y el trabajo artesanal. Recién ahora volvió un poco la valoración de eso.
-¿Entendés el zapato como un objeto de arte?
-Sí, entiendo el zapato como un objeto en el que la función es primordial pero sin la forma no es nada. Hoy, que ya tengo muchas clientas, porque al principio no fue fácil, ellas me dicen que la comodidad es un valor de mis productos, pero también la originalidad de los diseños. El hecho de que no sea modelos copiados de lo que se ve en Europa, sino que haya una identidad propia. De hecho, mis clientas son mujeres que viajan mucho y que se compran casi todo en Europa, pero después vienen y se compran los zapatos acá.
-¿Cómo vez a la industria del diseño de zapatos en la Argentina?
-Creo que hay toda una generación de diseñadores argentinos, ya desde hace dos décadas, que ha revalorizado esa tradición.
-¿Fue difícil llegar?
-Creo que el hecho de ser francesa me ayudó para entrar en el mercado y llamar la atención. Eso hizo que me costara menos quizá que a un diseñador argentino que también hace una marca exclusiva, original y de calidad. Pero con eso no alcanza.
-¿En qué te inspirás?
-Creo que hay algo ligado a que cada zapato cada colección va generando el próximo o la próxima. Es como que se reproducen. Uno m e lleva a otro. Me voy inspirando sola y el estilo es propio. Siempre tengo una base clásica de modelos que se van adaptando a la temporada. Y luego tengo entre 15 y 20 nuevos modelos por temporada que tiene sus versiones en colores. La clave son hormas propias, materiales nuevos y al servicio del diseño y de la comodidad.
-¿Qué más se necesita y cuáles son las dificultades?
-Es difícil siempre, arrancar y sostenerse. Porque son muchas cosas y se necesita gente que trabaje a tu alrededor, que entienda el concepto de lo que hacés, que acompañe, pero además mucha sensibilidad y corazón. Yo por suerte encontré eso en mi marido, que trabajamos juntos, y que potencia la estética, porque me conoce y me entiende. Sabe lo que quiero. Pero además, toda la gente que forma parte de este proyecto es gente que quiere construir. Aunque suene cursi, es hacer las cosas con amor, respetando y queriendo lo que se hace. Y uno, con jefe de la empresa, tiene la responsabilidad con ellos de generar este compromiso, de contener, de guiar…
-¿Cómo se traduce eso en el zapato?
-Es una decisión y una convicción. Porque alguien puede decir que el mismo zapato, igual, lo puede hacer a mitad de precio en China con chicos de diez años. Bueno, no es el mismo zapato; aunque tenga los mismos materiales y hasta el mismo proceso. No lo es, aunque se vea. Y no es lo mismo usar ese zapato que este. Creo que hay una esencia distinta. A mí y a mi marido nos importa eso, mucho, y estamos todo el tiempo trabajando esa parte. Porque a mí me cambia realmente que sea así como se hacen mis zapatos. A la larga eso se siente, esa esencia que tiene algo que fue hecho con amor.
Texto: Ana Césari.