Destino arqueológico por excelencia de la Argentina, tierra natal de exquisitos aceites de oliva y otros manjares gastronómicos y paraíso del turismo de aventura, Catamarca esconde además un tesoro cultural único que sobrevive en cada rincón de su geografía y en cada uno de sus habitantes. Y una de sus joyas por conocer es la ruta del tejido, un camino que lleva a los visitantes al corazón de su historia y su forma de vida. “Nosotros somos tejedores de cuna. Nacimos viendo tejer a nuestros padres y abuelos y nos criamos jugando con el huso”, introduce Demetrio Gómez, uno de los más famosos tejedores de la ciudad de Belén.
Ubicada a 285 kilómetros de San Fernando del Valle de Catamarca, la capital de la provincia, Belén es conocida como la “cuna nacional de poncho”, ya que, dicen sus habitantes, es aquí donde ha nacido la prenda más emblemática del gaucho argentino. Demetrio nos recibe junto a su mujer, Susana, con una gran sonrisa y unos mates calientes en la puerta de su casa-taller, El chango real. Allí tienen su pequeña fábrica, en la que no hay más maquinaria que un gran telar criollo, unos cuantos husos y las manos de toda la familia, incluidas las de sus tres hijos adolescentes que trabajan a la par de sus padres. No es necesario llegar informado, ya que Demetrio se ocupa de contar en primera persona los secretos y la historia de este maravilloso arte ancestral que se ha mantenido generación tras generación durante más de cinco siglos.
A pesar de lo que comúnmente se cree, el telar con el que se hacen cada una de estas maravillas no es un elemento originario de estas latitudes. Fue importado por los españoles a principios del siglo XVI y adoptado por los pueblos que, desde entonces, lo han convertido en parte de su cultura. Prácticamente no hay persona en Belén que no se haya criado con un telar en su casa.
La historia se repite en cada una de las 25 arañitas hilanderas. Son 25 mujeres, madres solteras casi todas, que hace 8 años decidieron juntarse para formar un emprendimiento de tejido. Empujadas por la necesidad de generarse una fuente de trabajo propia, se propusieron además un objetivo valioso: recuperar y revalorizar el trabajo artesanal heredado de sus ancestros para, de esta manera, mantener viva su cultura. “Esto es lo que nosotros sabemos hacer y poder vivir de esto no sólo nos da de comer sino que nos llena de orgullo”, cuenta una de las arañitas hilanderas mientras junto a otras tres compañeras se ocupa de limpiar el vellón de oveja recién esquilado. La cadena productiva continúa con el proceso del hilado, del que se ocupa otro grupo de mujeres: toman el vellón limpio, lo estiran con las yemas de los dedos hasta convertirlo en lana y lo van ovillando en un huso. Es maravilloso ver la agilidad con la que lo hacen. Una de ellas, mientras tanto, acuna el carrito de su bebé con el pie. Luego viene la etapa de torcido, que se hace en una rueca. De allí pasa al teñido, secado, lavado y por fin, al telar.
Vale la pena detenerse en el proceso de teñido: “Usamos las técnicas ancestrales de teñido con tintes naturales: cáscaras de cebolla para ocres y amarillos, remolacha para púrpuras, rosas, yerba mate usada para los verdes, naranja con margaritas… Siempre vamos descubriendo otras plantas para algún matiz nuevo”, explica Ramón Baigorria, quien junto a su mujer y sus cuñados formaron un emprendimiento de tejido familiar, Rua-Chaki. Sus piezas se caracterizan justamente por el gran colorido y el diseño original.
El tejido de vicuña, un arte de exportación
Catamarca es reconocida a nivel internacional por sus tejidos de vicuña, los más finos entre sus pares. La lana de vicuña es un material exquisito, no sólo por sus cualidades: es impermeable, ultra liviano y extremadamente abrigado. También por su escasez ya que las vicuñas estuvieron durante muchas décadas en peligro de extinción por lo que hoy son patrimonio protegido. Sólo existen dos reservas de vicuñas en el país, una en Jujuy y otra en Catamarca. La Reserva Natural Laguna Blanca de Catamarca, con una población de 4 mil animales, es la mayor del país. Gracias a esta protección que evita la caza indiscriminada que estuvo a punto de hacer desaparecer la especie, es que hoy la provincia ha podido recuperar una sus más valiosas tradiciones artesanales y los vicuñeros -como se llama a quienes la trabajan- su fuente de trabajo e identidad. “Casi todos nosotros venimos de familias de vicuñeros, pero tuvimos que dejar esto porque estaba prohibido y la policía nos perseguía. Ahora ha vuelto a ser legal y podemos hacer nuestro arte tranquilos”, cuenta Rosa de Rajido (78), una de las 66 vicuñeras de la Asociación de Hilanderas y Tejedoras de Vicuña de Belén, un emprendimiento creado en 2004 por un grupo de mujeres mayores de 50 años. Hoy ya son más de 60 en total.
A pesar de la legalidad del comercio de su lana desde hace algunos años, la producción es todavía muy limitada, ya que a estos animales sólo se los puede esquilar dos veces al año y, en cada esquila se obtienen apenas unos 250 gramos de vellón por cada uno. El milagro es que al ser un tejido tan increíblemente fino, con esos 250 gramos basta para tejer una manta de 2,10 por 1,40 metros que lleva un urdido de ¡1400 hebras!
El orgullo de una tradición
Unos 175 kilómetros más arriba de Belén, muy cerquita de la frontera con la provincia de Tucumán, se encuentra la ciudad de Santa María, otra cita obligatoria del tejido artesanal. Lugar natal y aún hogar y taller de dos argentinos muy reconocidos, la diseñadora Manuela Rasjido y el artista plástico Enrique Salvatierra. Hoy se enorgullecen de mantener vivo el arte del telar que, como muchísimas otras tradiciones ancestrales, estuvo a punto de desaparecer para siempre por los avatares de la tecnología y la globalización.
“Nosotros nacimos y nos criamos en los cerros, a 150 kilómetros de Santa María. Allí todavía tenemos nuestros animales, de donde sacamos la lana para tejer, pero hace 20 años decidimos bajar a vivir en la ciudad para poder darles a nuestros hijos la posibilidad de asistir a la escuela. Pero hemos seguido manteniendo nuestro trabajo, que es el tejido, y se lo hemos transmitido a hijos y nietos para que ellos también lo sigan”, cuenta Viviano Escalante (66). Junto a su mujer, Manuela Aguirre (65) fundaron el Telar de Suriara – que significa nido de suris y es el nombre del puesto del que son oriundos-. Con ellos viven y trabajan sus hijos y hasta sus pequeñas nietas, que con sólo 5 y 7 años, ya saben tejer y tiene sus telares propios.
También en Santa María está el emprendimiento de las famosas en todo el mundo Tinku Kamayu (en quechua “reunidas para trabajar”), que forman la cooperativa “Luz de Luna”. Son un grupo de 23 mujeres que durante la crisis de 2001, cuando la mayor parte de sus maridos perdieron el trabajo, se juntaron para crear un emprendimiento que les permitiera sobrevivir. El modelo productivo por ellas creado ya ha sido presentado como ejemplo en más de 20 países y es otro de los orgullos de los santamarianos. El taller está ubicado en el barrio de Lampacito y allí también se puede ver cómo se hace todo el proceso artesanal del tejido, desde el vellón hasta la prenda. Además, se puede participar de las tareas o simplemente quedarse a tomar unos mates con ellas, que siempre están dispuestas a contar su historia a quien quiera escucharla. “Nuestras puertas están siempre abiertas para que nos vengan a visitar. Los estamos esperando”, propone Margarita Ramírez de Moreno, una de las fundadoras de la cooperativa.
Transmitido por generaciones como una forma de vida durante cinco siglos, hoy las ciudades de Belén y Santa María son un patrimonio cultural vivo que vale la pena conocer.
Textos: Ana Césari.
Fotos: Astrid Altamirano.