Benditos lo que puedan sentarse a la mesa de este banquete cultural. Fueron tocados por una varita invisible que convoca a los ávidos de saber y a los curiosos empedernidos, que hambrientos de experiencias, podrán saciarse en esta ciudad. De pasado riquísimo, presente mágico y un futuro que excede cualquier profecía, Segovia –a 87 km de Madrid– no puede visitarse en un solo día, aunque así se ofrezca en las oficinas de turismo. Y no es porque sea extensa (160 km cuadrados) sino por sus “excesos” de historia, arquitectura, paisajes, gastronomía y hospitalidad. Construida sobre un peñón calizo de mil metros de altura, desbordante de aire límpido y una luz que ha subyugado –y subyuga– a cientos de pintores, la silueta citadina se recorta contra el firmamento de Castilla y León con la forma de un navío entre dos ríos: el Eresma y el Clamores, al pie de la sierra de Guadarrama. “En Segovia, una tarde de paseo/ por la alameda que el Eresma baña/ para leer mi Biblia eché mano al estuche de las gafas/ en busca de ese andamio de mis ojos/ mi volado balcón de la mirada” escribió Antonio Machado. El poeta vivió aquí entre 1919 y 1932, en una pensión modestísima–regenteada por su dueña, Luisa Torrego– de la calle Desamparados (hoy museo) mientras daba clases de francés en el Instituto de Bachillerato –actualmente en pie y funcionando–. Viudo y angustiado –su joven mujer Leonor había muerto de tuberculosis– llegó a la ciudad cuando los intelectuales estaban fundando la Universidad y se plegó a esas filas. Doce años vivió este genial sevillano en un cuartucho sin baño, con apenas un camastro y una mesa para escribir. Doña Luisa le hacía la comida que compartía con otros pensionistas en el austero comedor. Sin embargo, aquí Machado volvió a ser feliz. No sólo porque fue una década de prolífica literatura sino porque se enamoró de Pilar Valderrama, una mujer casada a quien llamaría Guiomar y le dedicaría sus últimos poemas.
En la Plaza Mayor, al frente del teatro Juan Bravo (un comunero bravío como su apellido), una estatua de Machado se yergue a tamaño real. Vale la pena visitar la casa-museo, el aula donde daba clase y tomarse una foto junto a su robusta figura en bronce.
Si hay una ciudad que amerita caminarse, más de una vez, es ésta, pues todo está ahí, a la vista del que quiera ver: algunas esculturas zoomorfas confirman remotas raíces celtibéricas; el emblemático acueducto es la célebre impronta romana del imperio –lo habrían empezado los Flavios y continuado Nerva o Trajano–; cementerios visigodos dan cuenta del asentamiento de pueblos germánicos; evidencias de la invasión islámica se expresan en el estilo mudéjar y la enigmática morería. El románico tiene en Segovia uno de sus conjuntos arquitectónicos más ricos –erigidos hacia finales del s. XI– cuando fuera repoblada por cristianos quienes decidieron la construcción de la muralla que la circunda. Hermosa pieza perimetral que resultó inútil, ya que la elevación del terreno fue suficiente para que la ciudadela fuese inaccesible al enemigo. Para contemplar panorámicas vistas extramuros, la muralla es perfecta.
Hacia finales de la Edad Media Segovia llegó a su máximo esplendor: se expandió, recibió una robusta alijama hebrea, sentó los orígenes de su renombrada industria pañera –producción de tejidos de lana de oveja cuyos tiradores o solanas se transformaron con el tiempo en balcones cerrados– y se enriqueció con el arte gótico. El 13 de diciembre de 1474 Isabel la Católica fue proclamada Reina de Castilla y, desde ese momento y hasta el s. XVII, familias aristocráticas y judíos conversos se dedicaron a levantar palacios urbanos, hasta que las guerras de los comuneros y el descubrimiento de América opacaron el brillo segoviano.
Algo nuevo, algo viejo, algo azul…
Como una novia, Segovia enamora y desconcierta. En el casco viejo secular –casco histórico– la gente vive su contemporaneidad a ultranza. Paradoja de tiempos, sincretismo de culturas y ese modo natural de convivencia con el pasado, le dan al segoviano una disposición ecléctica y abierta al extranjero. Tal vez porque han tenido que asimilar que el límite entre lo público y lo privado es en sus vidas cotidianas difuso y sutil. Una puerta entreabierta invita al asombro: es una casa de familia –en el barrio de la Judería– en cuyo sótano hay vestigios de la muralla celtibérica y piedras que serían estribaciones o cantera del acueducto romano. El frente y las paredes del primer piso están esgrafiados. El esgrafiado es una técnica decorativa de albañilería que consiste en hacer incisiones sobre la superficie de la pared, de manera que quede al descubierto la capa inferior, pintada de otro color. Generalmente se usan plantillas (stencils) para obtener motivos geométricos y repetirlos. Los esgrafiados segovianos son de rancia tradición, transmitidos generacionalmente. Una escalera lleva a otro ambiente que es un loft modernísimo, donde funciona un estudio de arquitectura. El cielo azulino se refleja sobre los azulejos mudéjares que están aún allí, contemplando los siglos.
Para sentir Segovia, conviene hacerlo sin prisa pero sin pausa. Comience en la plaza del Azoguejo –que fuera Plaza Mayor y centro de contratos con validez jurídica plena, rubricada con un apretón de manos– y que está al pie del Acueducto. Deje los datos duros para leer más tarde en folletos o por Internet, y escuche alguno de los cuentos y leyendas sobre este gigante. Dicen que fue construido por el diablo en una noche. Parece que una joven, harta de acarrear agua del río, le vendió su alma con tal de que llegara el preciado líquido hasta la puerta de su casa, antes de que cante el gallo. Satanás trabajó “como un cochino” pero se desató una tormenta y no pudo poner la última piedra. La joven, arrepentida, había rezado toda la noche y confesó su culpa a los segovianos quienes rociaron con agua bendita los 166 arcos de la mole y la perdonaron.
Hablando de cochinos o cochinillos, haga un alto en el famoso Mesón de Cándido y pida una porción. Es un manjar de dioses y, en Segovia, lo sagrado y lo profano se sientan a la misma mesa. La carne es tan tierna que se corta con el borde de un plato. El lugar fue visitado por los personajes más ilustres del s. XX. En una mesa, Elizabeth Taylor y Richard Burton. En otra Eva y Domingo Perón. Gary Grant, Pablo Picasso, Joan Manuel Serrat… Una lista interminable de celebrities disfrutaron el famoso cochinillo de Cándido y el ponche segoviano, postre tradicional. Puede charlar con los dueños, Alberto y Cándido, hijo y nieto del fundador, respectivamente: sáquele el jugo a sus relatos de cuatro generaciones de asadores.
Se hace camino al andar
Tome como eje del itinerario la calle Real, la principal de la ciudad, toda peatonal: la primera parada es el Mirador de la Canaleja (desde donde se contempla la montaña de la Mujer Muerta y el Barrio de San Millán) y, a pocos metros, la Casa de los Picos, donde funciona la Escuela de Arte y Diseño: era conocida como la Casa del Judío y su propietario mandó a cambiarle la fachada con picos. Enseguida estará en la Plaza de San Martín, escalonada como las plazas italianas, luego la del Corpus y, a pocos metros, la Plaza Mayor que es del s. XVII, con el Ayuntamiento y una glorieta para orquestas. La Catedral –de estilo gótico tardío– es una verdadera joya: para describirla no queda otra que verla. Sólo por mencionar alguna de las obras de arte en su interior, observe la sillería del coro, con sus misericordias policromadas (tablas delgadas para apoyar discretamente las nalgas y mitigar tanto tiempo de pie en misa). Atraviese el barrio de Las Canonjías y finalice en el Alcázar. Este castillo restaurado y reconstruido varias veces fue la residencia real en el s. XIII. Recorrerlo bien toma tiempo y se disfruta plenamente.
Camine y camine. Déjese llevar por la deriva de su intuición. Salirse del ortodoxo “city-tour”, es aventurarse a experiencias espontáneas. Uno puede deambular “a su aire” –como dicen allí– porque las calles son seguras, hay gente por doquier y bares para hacer “posta”, caña (cerveza) y tapa (tortilla de papas) mediante. Además, como que es una típica ciudad medieval con trazado “kafkiano”, se puede andar en círculo lo cual garantiza no perderse y volver al punto de partida. Bromas aparte, la señalética es magnífica. He aquí la clave de este periplo: entrar a la oficina de Turismo de Segovia, en la calle Azoguejo 1 (en la plaza homónima) y pedir la folletería excelente de que disponen. Allí también se contratan visitas guiadas (tienen 23 rutas turísticas) y aclaran dudas. Una reflexión final: Segovia es para “llevársela puesta”, descubrirla y disfrutarla. Trasciende la captación meramente intelectual porque dispara, sin freno, nuestras mejores emociones.
Texto y fotos: Sissi Ciosescu
Agradecemos a la Oficina Española de Turismo de Buenos Aires y a Turismo de Segovia: a Pedro Arahuetes (Intendente), Claudia de Santos (Concejala de Patrimonio y Turismo) y Marta Rueda (Guía).